Recuerdos de aquellos veranos mágicos de Maradona en la playa Marisol: “Siempre le pedía a mi abuela que le hiciera alitas de pollo”

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Maradona en la apacible playa de Marisol en el verano de 1992: tenía 31 años

En alguno de esos tantos Maradonas que sabiamente enumeró Ernesto Cherquis Bialo -aquello de “Fiorito a Dubai, barro y 7 estrellas, canillas de oro y letrina”- vivió un Maradona humano que, crucificado por una suspensión por doping en Italia, encontró refugio y resurrección en una playa del sur bonaerense.

El lugar tiene un nombre algo infantil. Se llama Marisol y en el verano de 1992, mientras las tapas de revistas se hacían desde Punta del Este y Pinamar, en este páramo de la costa atlántica anclaba el astro más grande de todos los tiempos, un crack en estado reflexivo. El “Maradona padre que se reinventa cada día”, para seguir con Cherquis.

Es de esos días el Maradona que entrevistó otro legendario periodista, Enrique Moltoni, para el viejo Canal 9 desde la mismísima arena: un Diego en sunga verde flúo que habla de volver al nido familiar, a quedarse en su patria, un héroe de camino hacia una de sus tantas redenciones.

Es el mismo Diego hiper sensible que se viraliza cada tanto, el que participa de un partido a beneficio en la zona, en Tres Arroyos, y luego de otros dos, y se emociona hasta las lágrimas cuando, para agradecerle el gesto que tuvo con los niños discapacitados, le regalan un cuchillo con su nombre tallado.

Diego llora puñal en mano y habla de lo injusto que es un mundo que trata de manera desigual a los discapacitados. “Acá no hay intereses, acá hay gente que trabaja para los chicos que no pueden caminar, que muchas veces creemos que son inferiores a nosotros y no es verdad. Con la ayuda nuestra los vamos a hacer igual a nosotros”, es la frase que se hizo célebre y que Diego casi no pudo terminar, quebrado, con los ojos a punto de rebalsar de lágrimas.

La misma escena en la que entona el tango Cucusita (un drama escrito por Alberto Castillo que narra la enfermedad de una niña y la desesperación de su hermano), pero antes, pide a todos que le canten el feliz cumpleaños a Ana Lía, una jovencita muy tímida que ese 28 de febrero de 1992 cumple 19 años.

Martín, Maradona y un amigo probando un pollo al disco

Hoy Ana Lía tiene 50 y un hijo de 8 fanatizado con el fútbol que no puede creer que su mamá, su tío y sus abuelos hayan sido tan amigos del astro mundial de todos los tiempos.

Ana Lía recuerda cada día los veranos con los Maradona, los mates con Claudia y las nenas en la playa, la alegría de Diego y la sencillez que traía consigo desde los tiempos en Fiorito o quien sabe antes, en el gen correntino que corría por su sangre guerrera.

“Andaba por el pueblo solo, nadie lo molestaba, lo tratábamos como uno más y él conocía el nombre de todos, saludaba a todos; a mi casa entraba sin golpear, le pedía a mi abuela que le cocinara alitas de pollo y aparecía y se las robaba del horno”, ríe y se emociona ella.

Diego en pleno partido de tejo en Marisol: lo habían suspendido pero conservaba su físico de deportista extraordinario

Parece inexplicable, un capricho del cosmos, que Maradona haya entrado en la vida bucólica de los habitantes de Marisol y del pueblo cabecera Oriente que, para esos años, tenía apenas 2000 habitantes. Pero todo tiene una explicación.

Diego llegó por sugerencia de su médico psiquiatra de entonces. Le contó que era un lugar ideal para que, tras los problemas en Italia, nadie lo molestara. Allí podría pescar, salir a cazar, vivía muy poca gente (según el censo, en Marisol lo hacían 18 personas). Diego fue con Claudia a tantear antes, en noviembre de 1991, y Pablo, el padre de Ana Lía, junto a su hermano Martín, fueron sus guías de pesca y de la vida cotidiana en el pueblo.

La amistad se consolidó de inmediato entre otras cosas porque los Bahía siempre entendieron la necesidad de Diego de conservar su intimidad. Nadie se enteró que andaba el Diez por la zona. Pasada la prueba, ese verano, en febrero, Diego volvió con toda su troupe.

Diego y Claudia junto a la familia Bahía y otros amigos de Marisol: de remera azul el periodista Enrique Moltoni

“Desde el vamos se dio cuenta que era toda gente sencilla y él era uno más entre esa gente. Lo invitaban a comer de todas las casas y él iba con toda su familia”, recuerda Ana Lía, que jovencita como era se la pasaba jugando con Dalma y Giannina.

A su hermano, Martín, Diego lo adoptó de inmediato, como tantas veces lo hacía y lo volvería a hacer con la gente que le caía bien. Le puso de apodo “Gordillo” y le pedía que lo acompañara a donde fuera: “Íbamos a pescar, a cazar, íbamos a bailar con toda la familia al boliche del pueblo y a las cuatro de la mañana le daba hambre y me decía ‘vamos a tu casa a buscar alitas de pollo, Gordillo’ y después volvíamos al baile”, narra Martín.

– ¿Por qué te decía Gordillo?

– Por el Tapón, el jugador de River. Y porque era gordito, je.

Ana Lía, Claudia Villafañe, Dalma y Giannina Maradona la tarde del 6 de febrero de 1994 en Marisol

En el partido de Tres Arroyos (que se llenó tanto que, recordaría el propio Diego fue el único partido de su carrera que la gente “lo vio de costado porque de frente no entraba”), Maradona le cedió el tiro libre a Gordillo para que lo patee. “Por supuesto que no lo pateé”, ríe tres décadas después del susto.

Martín fue uno de esos amigos de Diego. Y obvio, el Diez se lo llevó a Buenos Aires un tiempo. Igual que Chicharra, al que trajo de Esquina, el pueblo correntino de su papá, para que sea su chofer. “Pero Chicharra nunca manejaba, si a Diego le encanta manejar”, dice Martín y larga la carcajada.

“Desde el primer día que llegaron siempre fueron naturales todos. Él venía de abajo y así era. Era muy humano, llevaba comida y gaseosas a la playa y le convidaba a todo el mundo, llevó unas motos de agua y dejaba que la use quien quisiera. Hemos vivido millones de anécdotas”, admite Martín que lo recuerda a Maradona como “un buen pescador y buen jugador de pádel; era increíble, hacía bien todo”.

Diego y Ana Lía la noche del 28 de febrero de 1992: ella cumplía 19 años

Maradona, es sabido, bailaba muy bien. Los hermanos Bahía conservan fotos y videos de Diego en plena danza, tanto en el bolichito del pueblo como en las fiesta de carnaval o los cumpleaños.

Circula en los chats familiares de los Bahía una foto extraordinaria de Diego disfrazado de jeque árabe con los bigotes pintados con corcho quemado. Hay videos de Maradona bailando la Mona Jiménez o la Bomba Tucumana, todo transpirado, en el pequeño living de los Bahía. Diego no necesitaba los salones de baile de Mónaco o las mansiones de José Ignacio. No al menos en ese luminoso 1992.

“Mi casa era la parada obligatoria. Almorzábamos y cenábamos ahí con Diego. Mi abuela lo amaba, lo llenaba a bombones, a empanadas de corvina, a alfajores de dulce de leche y coco”, enumera Ana. Claudia adoraba el lenguado al roquefort que hacían en la casa de los Bahía y de hecho lo recordó durante su paso por el reality Masterchef. Ana Lía lo cuenta orgullosa.

Maradona disfrazado de jeque árabe durante un carnaval en Marisol

Martín recuerda que para Maradona era una aventura entrar a la playa con la Estanciera 4×4 y un carro tirado con 20 chicos y adultos arriba. Nadie puede desconocer el parentesco entre esa escena y la de los Cebollitas en el Rastrojero de Yayo.

“Yo nunca me olvidé de esto. Yo lo tenía en mi corazón, me decía que yo tenía que estar acá, por amor, por querer a mi familia, por mi país. A mí me invitan a Punta del Este y sé que es lindo, pero yo no lo conozco, yo quiero conocer primero las cosas de mi país”, le dijo a Moltoni durante un atardecer sobre el mar aquel verano. Y fue por más: “Quiero que a mis nenas no les falte un minuto de su padre, quiero volver a vivir”.

Otra imagen que no se olvida Ana Lía: “Se levantaba todas las mañanas y se afeitaba al sol, sacaba un espejito afuera, porque era lo que su papá hacía en Fiorito. Le gustaba hacer eso. Después de afeitarse se ponía a bailar con las nenas. Siempre estaba de buen humor”.

Diego y Martín (abajo amgos) de caza por los campos cercanos a Oriente

Era un Diego joven, fuerte, de 31 años. Un sector de la sociedad lo cuestionaba, pero llevaba consigo el aura de la persona más famosa y querida del planeta.

Y paradójicamente, Diego se sentía en casa en Marisol. Y a su mejor estilo Rocky, todas las nochecitas salía a correr hasta Oriente. En ese momento, suspendido por 15 meses, se temía por su retiro. “Les voy a demostrar que estoy mejor que muchos”, le dijo a Moltoni, transpirado y agitado como tantas veces lo hemos visto, ostentando que podía mantener el corazón a 189 pulsaciones por minuto durante 20 minutos. Absoluto fuera de serie, volvería efectivamente a Sevilla, y luego a Newell’s y más allá le cortarían las piernas tras la fatídica noche en Boston. Y otras vidas: la vuelta a Boca, el retiro y lo que vino después.

Ana Lía en la actualidad con Dalma Maradona y, en la otra foto, con su hermano Martín,

“Estábamos todo el día en la playa”, sintetiza Ana Lía, y sigue Martín: “Hablábamos de cualquier cosa. Él nos contaba de sus goles, del gol con la mano a los ingleses, de su vida en Fiorito, de las cosas que vivió, pero también se prendía a las guerras de los chicos con las bombuchas”.

Los recuerdos abruman un poco. “Mirá, te voy a resumir lo que era Diego acá”, busca bajo emoción Ana Lía y llega: “Siempre estaba en mi cumpleaños, era el último día de febrero. Siempre también era como su despedida. Pero si mirás las fotos de esos días, nunca lo vas a ver en el centro de la escena, a diferencia de lo que era su vida fuera, acá era uno más, fijate que en las fotos siempre sale a un costado”.

“Siempre fue el ídolo de todos”, agrega Martín, que la última vez que lo vio fue en 1998. “Conocimos un lado B que no se ve en la tele. Fuimos parte de una misma familia, un mismo clan, toda gente sencilla”, resume Ana Lía que después del verano del 94 nunca más abrazó a Diego Armando Maradona.

No importa, cada verano, cada ola, cada molécula de aire salado en Marisol, trae inevitablemente su nombre.

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