La historia no empezó en un circuito de carreras, ni bajo los focos de un podio. Comenzó en un colegio secundario al norte de Londres, entre los muros centenarios de Haileybury College, donde la niebla matinal huele a tierra mojada y los pasillos crujen con la historia. Allí, Oscar Piastri, un chico australiano recién llegado de Melbourne, intentaba acostumbrarse al frío húmedo y a los modales británicos. Tenía catorce años y una sola certeza: quería ser piloto.
—Llegué con una valija y una meta —recordó en el podcast “Eff Won”—. La Fórmula 1 era lo único en mi cabeza“.
Lo que no esperaba era conocer a Lily Zneimer.
Fue en una de esas aulas con pupitres de madera y pizarras todavía verdes, donde el futuro campeón conoció a la joven que cambiaría el eje de su vida. Ella no llegaba del otro lado del mundo, sino de una calle a pocos kilómetros, pero en su manera de caminar —serena, precisa— había algo que lo detenía todo. Fue allí, en el penúltimo año de secundaria, cuando comenzaron a salir. No fue un romance de pasillo. Fue algo más.
El campus de Haileybury, con sus canchas de rugby, sus bibliotecas góticas y su comedor de película, fue el escenario de sus primeras citas. Paseos entre clases, risas tras las ventanas empañadas del invierno inglés, y ese idioma común que compartían: la ambición silenciosa.
—Hemos estado juntos desde entonces —dijo él, con la naturalidad de quien habla de una línea recta sin curvas—. Lily fue parte de ese comienzo y sigue estando.
Cuando se graduaron en 2019, la mayoría de los compañeros eligió caminos previsibles. Universidad, carreras tradicionales. Pero ellos no. Piastri se fue a correr. Zneimer, a brillar con sus notas. Se separaron físicamente, pero no emocionalmente. No hubo promesas de película, solo una continuidad que se tejía a diario, sin aspavientos.
“Lo mantenemos privado, pero no en secreto”, dijo Oscar, de 24 años, con esa sonrisa suya, que apenas se insinúa, como si todo lo importante sucediera entre líneas. “Tratamos de vivir una vida normal.”
Una vida normal, con podios y sin estridencias
La fama puede ser un tifón: levanta todo a su paso, distorsiona las voces, desfigura las rutinas. Pero ellos —Oscar Piastri y Lily Zneimer— parecen inmunes a la turbulencia. Se mueven por el mundo como si el paddock no los hubiera tocado del todo. Como si siguieran en el comedor de Haileybury, entre libros y tareas, en lugar de aparecer en las galas de la FIA o caminar por los boxes de McLaren.
—No lo escondemos —aclaró Piastri en el podcast “Eff Won”—, pero tampoco lo exhibimos. Es nuestro.
Esa frase define lo suyo: un acuerdo tácito entre dos jóvenes que crecieron juntos, pero no ante las cámaras. En un universo donde cada relación se convierte en contenido, ellos eligieron no jugar ese juego. Su historia no aparece en TikTok. No hay clips editados con música romántica. Apenas una foto en Wimbledon, un saludo en televisión, un posteo entre carreras.
Y sin embargo, están.
Acompañándose en silencio. Compartiendo vuelos, entrenamientos, semanas de jet lag, conversaciones al final del día. Él, con el cuerpo molido después de horas de simulador o una clasificación en lluvia. Ella, con los auriculares puestos, leyendo apuntes, pensando en otra ecuación.
“Es bonito tener a alguien que ha estado desde el principio”, dijo él, y no hacía falta agregar más. Porque en ese principio —el de un adolescente australiano que dejó su hogar para correr en un país desconocido— estaba también ella. En los días grises. En los GP sin podio. En las decisiones duras, como aceptar una tasa de asistencia del 35 % en el último año de colegio, porque la Fórmula 3 no daba respiro.
Ese acompañamiento silencioso ha sido su punto de anclaje. Un reflejo de quiénes son: privados, no secretos.
Cuando en julio de 2024 Piastri ganó en Hungría, ella no estaba ahí. Pero su presencia flotaba en el aire. “Hola, Lily, estoy seguro de que estás viendo esto. Nos veremos pronto”, dijo ante las cámaras de Fox Sports, mientras el sol bajaba sobre el Hungaroring.
Pudo haber mencionado al equipo, al ingeniero, a su país. Pero primero fue ella.
No hay cuentas compartidas, ni declaraciones dulzonas en entrevistas, ni alfombras rojas. Hay algo más difícil de construir: una intimidad blindada contra el ruido, una complicidad tejida a fuerza de años, ausencias y presencia real.
En el mismo internado donde Oscar Piastri soñaba con la Fórmula 1, Lily Zneimer ya tenía los pies firmemente puestos sobre la tierra.
Él era el estudiante que casi no estaba. La asistencia de Piastri durante su último año en Haileybury, según The Athletic, fue del 35 %. Entre entrenamientos, viajes y fines de semana de carrera, su asiento en clase era más simbólico que real.
Ella, en cambio, era la alumna que estaba siempre. Silenciosa, enfocada, con una carpeta ordenada y un objetivo claro. En 2018, Lily Zneimer fue una de los pocos estudiantes de Haileybury en obtener las mejores calificaciones en los exámenes GCSE —todas notas de 9/A*—, según el sitio web de la escuela y el periódico local Hertfordshire Mercury.
Mientras Piastri cruzaba Europa en monoplazas de Fórmula 4, 3 y Renault, ella respondía evaluaciones con precisión quirúrgica. Dos trayectorias en sincronía, pero con velocidades distintas. Dos modos de lidiar con la exigencia: uno en el asfalto, el otro en el aula.
Y sin embargo, siguieron juntos.
Cuando él ganaba carreras, ella sumaba logros académicos. Cuando él faltaba, ella sostenía. A medida que Piastri acumulaba puntos, ella acumulaba méritos. Ninguno dejó su camino. Y al final del colegio, cuando se graduaron en 2019, ya llevaban más de un año juntos.
Ella siguió ahí. No solo como pareja, sino como testigo —y contrapunto— de un camino forjado a toda velocidad. Una ingeniera en formación. Un piloto en ascenso. Dos vidas que no se pisan, pero que avanzan, lado a lado.
En la vida de un piloto de Fórmula 1, el descanso es un lujo escaso. Los fines de semana no se repiten, las ciudades cambian, el cuerpo no siempre avisa. Pero entre una carrera y otra, Oscar Piastri y Lily Zneimer han aprendido a encontrar esos breves recovecos donde la velocidad cede el paso a algo más tranquilo.
A mitad de la temporada 2023, hicieron una pausa. Se alejaron del rugido de los motores y volaron al Algarve, en la costa sur de Portugal. El paisaje era otro: acantilados dorados, cielos anchos, un mar inmenso. En su cuenta de Instagram, Piastri compartió una serie de fotos: una selfie frente al espejo, panorámicas del lugar, una frase sencilla como pie —“Pequeña recarga a mitad de temporada”— que decía más de lo que parecía.
No era solo descanso. Era un respiro compartido.
Más adelante, el calendario los llevó a Melbourne. La ciudad natal de Piastri lo recibió con la euforia de un local convertido en figura global. Pero esta vez no estuvo solo. En un video promocional para el Gran Premio de Australia, se lo vio junto a Zneimer. Pasearon en helicóptero, visitaron un santuario de animales, compartieron momentos lejos del ruido del paddock. Él, con la mirada acostumbrada al vértigo. Ella, con una calma que parecía antigua.
“Ha sido bonito tenerla aquí esta vez”, dijo Piastri en el clip, refiriéndose a esa visita. No hacía falta más. El piloto y su compañera, esta vez, no eran solo pareja. Eran viajeros, turistas, testigos de una ciudad que aún le pertenece a él, y que ahora también guarda algo de ella.
No siempre se ven entre carreras. No siempre ella lo acompaña. Pero cuando logran coincidir, dejan claro que el vínculo no se mide por cuántas veces aparece en cámara. Se mide en kilómetros recorridos juntos, aunque sin volante.
Una cocina, dos tenedores, cero flambés
En la casa donde Oscar Piastri no lleva casco ni guantes, la cocina ocupa un lugar insólito: no como un set de chef televisivo, sino como territorio compartido, sin cronómetro ni cronógrafo.
La cocina, para ellos, no es un espectáculo. Es otra pista, más íntima, donde las manos reemplazan los volantes y el tiempo se mide en minutos de cocción. Durante su temporada de debut en la Fórmula 1, el piloto australiano confesó que, lejos del paddock, hace “cosas normales”: jugar videojuegos, pasar tiempo con su novia, cocinar en casa. Y ahí aparece Lily Zneimer, otra vez. Esta vez no en las gradas, sino junto al fuego.
En el podcast Pit Stop de 2022, Piastri contó que Zneimer lo ha ayudado mucho con su nuevo pasatiempo. Nada gourmet. Nada que implique nitrógeno líquido. Solo platos caseros y risas compartidas. En una ocasión, publicó una imagen de una pasta con gambas en X (antes Twitter), acompañada de un mensaje con humor: “Solo quería demostrarle a Twitter que realmente puedo cocinar (bueno, mi novia puede que haya ayudado, pero ese no es el punto)”.
La frase encierra el tono de su dinámica: él pone la energía, ella, probablemente, el orden. Ella ayuda. Él lo admite… a medias. “Voy a llevarme el crédito”, dijo en ese episodio. Pero luego reconoció, sin dramatismos, que Zneimer es una parte esencial de ese equilibrio: “No he incendiado demasiadas cosas últimamente”.
La escena se repite: el piloto que pasa el año entero girando en circuitos cerrados encuentra un tipo distinto de rutina, abierta, doméstica. Cocinar, probar, errar. Y compartir.
No hay platillos premiados. No hay crítica gastronómica. Solo dos personas en una cocina, una sartén, y el consuelo de hacer algo con las manos que no tenga que ver con curvas ni neumáticos. Y ese, para ellos, es el verdadero descanso.
Lily Zneimer no necesita que la llamen “la novia de Piastri”. Tiene nombre, carrera y, posiblemente, futuro en el mismo mundo que hoy transita desde el costado de los garajes.
Estudia ingeniería y, según se ha informado, tiene interés en trabajar en la Fórmula 1. No como figura pública, ni como acompañante permanente, sino como parte activa del deporte. En el paddock, esa intención ya ha llamado la atención.
El fotógrafo australiano Kym Illman, veterano en retratar la vida detrás del circuito, lo dijo en su canal de YouTube: Zneimer es “educada, bastante elegante” y “le encantaría conseguir un trabajo en la Fórmula 1”.
Si algún equipo busca una mente afilada con credenciales académicas impecables —como las que obtuvo en Haileybury, con notas perfectas en los GCSE—, Zneimer podría ser la candidata silenciosa que nadie vio venir. O todos, pero sin ruido.
Y la simpatía del público no ha tardado en notarse. En un evento reciente, tras una aparición conjunta, fue ella quien recibió más respaldo que el propio piloto. Piastri, con el micrófono en la mano, lo reconoció sin ironía: “Parece que Lily recibió más aplausos que yo, así que gracias”.
La escena resume algo que no se dice, pero se percibe: el paddock la quiere. No como figura de portada, sino como alguien que podría —en un futuro no tan lejano— tener su propio pase de ingeniera colgado del cuello. Quizás en McLaren. Quizás en otra escudería.
Por ahora, mantiene el perfil bajo. No hay declaraciones, ni entrevistas, ni poses ensayadas. Pero si ese día llega, los fanáticos —que ya la encuentran encantadora— no necesitarán presentación.
Zneimer ya forma parte de este mundo. Solo falta que la FIA le otorgue el pase técnico.