El Eternauta: coincidencias y diferencias entre la historieta y la serie

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En su primer libro, precisamente titulado Comienzos, el gran crítico cultural Edward Said dice que un comienzo es un acto de interpretación, establece el modo en el que un autor estructura el significado de su texto. El comienzo de El Eternauta, la miniserie creada, coescrita y dirigida por Bruno Stagnaro (Pizza, birra, faso, Okupas) basada en la ya legendaria historieta de Héctor G. Oesterheld y Francisco Solano López, impone una distancia entre las dos obras. La primera escena de la serie transcurre en un lugar jamás visitado por la historieta, un velero en medio del río, y con un tipo de personaje prácticamente ausente en el original: mujeres. Tres amigas navegan por la oscuridad cuando la luz verde de una aurora ilumina el cielo; al mismo tiempo, la costa desaparece a causa de un apagón masivo y un silencioso copo de nieve cae sobre la cubierta del barco en plena noche veraniega. Así es cómo se acaba el mundo.

Una de las primeras escenas de El Eternauta

Es un comienzo que nos dice que no se va a reverenciar la obra de Oesterheld como un texto sagrado sino que la serie se atreverá a cambiar, agregar o corregir todo lo que considere necesario. Paradójicamente, lo que sigue a este prólogo es el episodio más fiel al cómic de los seis que constituyen la primera temporada. Casi todo el mundo conoce, al menos a grandes rasgos, ese punto de partida: una noche de truco entre los amigos Juan Salvo, Favalli, Lucas y Polsky, la sorpresa de una nevada en Buenos Aires, el descubrimiento siniestro de que el contacto de los copos con la piel es letal y la confección casera de un traje aislante para salir a calle, a la inesperada aventura de encontrarse con una invasión alienígena en Vicente López. Desde ese territorio común entre el cómic y la serie, Stagnaro se adueña cada vez más de la historia y la acerca a su obra previa, incluso hasta su lejano cortometraje Guarisove, sobre la guerra de Malvinas.

A partir del capítulo dos, cada episodio tiene una larga peripecia que no está en la historieta y que, por lo general, tiene más que ver con las tensiones entre sobrevivientes y la paranoia de no saber si los otros son amigos o enemigos que con la lucha directa contra fuerzas extraterrestres. Stagnaro declaró que uno de sus proyectos cinematográficos nunca realizados estaba centrado en el estallido de una guerra civil en el país. Evidentemente, algunas de esas ideas llegaron hasta aquí. La serie circula en una doble dirección: amplios desvíos argumentales propios para después volver a un momento emblemático de la historia de Oesterheld.

Más allá de la gran cantidad de cambios puntuales que seguramente serán debatidos (Salvo está divorciado; Favalli, casado; el tornero Franco es ahora el motorman de una locomotora, etc), la modificación general más notoria, a la vez, es y no es una separación del original: el cómic se ubica en el presente de su publicación, la Argentina de fines de la década del 50, y la serie hace lo mismo, es decir, también transcurre en el presente de su aparición, que es el nuestro. El cambio de época implica necesariamente otro conjunto de alteraciones: surgen en el paisaje urbano los supermercados chinos, los repartidores de apps en bicicleta y los cacerolazos por cortes de luz. Hay otros cambios que también se sienten como correcciones necesarias, como la aparición de más personajes femeninos (una modificación que el propio Oesterheld había encarado en la segunda versión de la historia, publicada nada menos que por la revista Gente en 1969 -con extraordinarios dibujos de Alberto Breccia- y suspendida por la propia revista con una bochornosa carta de disculpa a los lectores, no por la suspensión sino por la publicación de la historieta).

Carla Peterson interpreta a Elena, la exmujer de Juan Salvo

En la versión original solo hay tres personajes femeninos: una esposa y madre (Elena), una hija (Martita) y una tentadora con medias de red y tacos altos que, a través de mentiras y seducción, intenta llevar a los protagonistas a una trampa. Las mujeres no tienen mucho para elegir: santa o prostituta. Sus destinos son igualmente limitados: la seductora termina muerta mientras que las otras dos cumplen la función pasiva de la dama en peligro a ser salvada por el héroe. Claramente, los personajes femeninos están representados a través del filtro de una mirada masculina muy estigmatizante que no es plena responsabilidad de Oesterheld sino que tal era el tratamiento estándar de las mujeres en los géneros populares de medio siglo o más años atrás. En la serie, en cambio, Elena (Carla Peterson) es una médica que participa competentemente de la resolución de los problemas que se presentan, igual que la repartidora venezolana Inga (Orianna Cárdenas) o la adolescente Pecas (Paloma Alba), líder de un grupo de jóvenes sobrevivientes.

Andrea Pietra es Ana, un personaje creado para la ficción

La elección de Ricardo Darín para el rol de Juan Salvo supuso otra transformación que despertó polémica desde antes del estreno de la serie: Darín tiene 68 años, mientras que en la historieta Salvo es un hombre joven. Sin embargo, no hay un nombre más evidente para encabezar una producción de semejante costo y semejante carga simbólica. Es que, más allá de su calidad actoral o poder de convocatoria, Darín aporta al rol su propio peso como el actor más exitoso de la historia del cine argentino y la única estrella local con gran reconocimiento internacional. Su relevancia se transmite al personaje. Pero hay más. A diferencia de la cantidad de películas de Hollywood que nos someten al espectáculo triste de una estrella que completó los aportes jubilatorios e intenta pasar por alguien 25 años menor, esta serie se hace cargo de la edad de su protagonista y la exhibe como una virtud. “¡Lo viejo funciona!” exclama el ingeniero electrónico Favalli (César Troncoso) cuando descubre que solo la tecnología moderna quedó anulada por el imprevisible apocalipsis que les toca vivir. En definitiva, la elección de Darín y la conversión de su grupo de amigos en sexagenarios es una bienvenida reivindicación de los mayores en una época que los desprecia en favor de un culto inmerecido a la juventud. Por otro lado, el uso de tecnología perimida, vieja, tal como la radio de onda corta, superpone el presente con el pasado como si ambos convivieran en el mismo espacio y hace que el mundo de la historieta exista en el de su adaptación contemporánea.

Ricardo Darín como el Eternauta, en una escena de la serie

A pesar de todas las diferencias de la serie con el original, hay dos rasgos fundamentales que se mantienen, sin los cuales no sería El Eternauta. En un ensayo ya clásico Juan Sasturain escribió que esta obra de Oesterheld “cambió el domicilio de la aventura”. En efecto, El Eternauta ofrece una experiencia inédita: ubica las escenas maximalistas características del cine norteamericano como la lucha contra un monstruo extraterrestre en calles, avenidas o plazas que un argentino no solo reconoce sino que acaso también haya caminado. Quizá hoy, cuando se puede pedir cualquier imagen a una IA, no parezca gran cosa, pero es difícil exagerar el entusiasmo y la sorpresa que provocaba en los lectores del pasado encontrar bestias gigantes de otro planeta en la cancha de River o marchando por la General Paz. Nunca habíamos tenido algo así. Con su historieta de ciencia ficción argentina, Oesterheld amplió nuestro imaginario, nos autorizó a pensar algo que antes no habíamos pensado. La serie preserva este aspecto e incluso lo potencia porque la imagen cinematográfica es más poderosa que la ilustración para activar los resortes del reconocimiento. Alguien dirá que la Argentina ya está acostumbrada a los escenarios apocalípticos, sin embargo, estos provienen del sistema financiero en vez del espacio exterior y nunca antes habían tenido la forma fascinante de una nevada mortal. Los paisajes característicos de la ciudad que vimos mil veces ahora son nuevos, se muestran reconfigurados por los tropos del género fantástico. Al mismo tiempo que hace extraño lo conocido, la serie refuerza la argentinidad al señalar que estamos en el país de los cacerolazos, en el que no se dice “me voy” sino “me tomo el palo” (la historieta está escrita en un castellano neutro y sin voceo, otro lastre de su época) y en el que un grupo de soldados puede cantar, sumándose uno a uno en un gesto de reconocimiento compartido con los espectadores, “Jugo de tomate frío” de Manal para darse coraje antes de la batalla.

“Nadie se salva solo”

Marcelo Subiotto, Ariel Staltari, César Troncoso y Ricardo Darín

El otro rasgo definitivo que la serie comparte con la historieta está expresado en la elección del eslogan “nadie se salva solo”: el concepto del héroe colectivo, una idea que se asocia mecánicamente con El Eternauta. Es cierto que el protagonismo está repartido entre tres o cuatro amigos, pero ninguno tiene la dimensión de Juan Salvo, quien narra la historia en primera persona y le da título. No solo eso, si se lee con detenimiento qué cuenta el cómic, queda claro que el sentido de “colectivo” es problemático. En principio, porque hay más de uno. Por un lado, están Salvo, Favalli, el tornero Franco, es decir, el grupo de héroes sobre el que reposa la acción, que forman un colectivo bastante laxo y heterodoxo: tienen desacuerdos y cada tanto alguno toma una decisión contraria a la opinión de la mayoría. Por otro lado, hay un colectivo mucho más fuerte, compacto y cercano a la definición estricta del término, dado que actúan obedeciendo a una dirección centralizada: el de los hombres-robots, humanos sometidos al control extraterrestre por un dispositivo que llevan clavado en la nuca.

Este tipo de personaje es característico de la ciencia ficción norteamericana de la década del 50, producida como un estertor de la paranoia macartista y del “red scare” o el miedo al surgimiento de comunismo en los Estados Unidos. Un relato emblemático del período es La Invasión de los ladrones de cuerpos (ya sea la novela de 1954 de Jack Finney o la más popular versión cinematográfica de 1956 de Don Siegel) en el que esporas llegadas del espacio se desarrollan hasta convertirse en réplicas de los seres humanos, aunque con una mentalidad de colmena, un verdadero colectivo sin voluntad individual concentrado en la conquista del planeta. La metáfora paranoica era clara: cualquier vecino puede ser en verdad un comunista bajo el control de la Unión Soviética. Los hombres-robots de Oesterheld son otra versión de la misma idea que abundaba en la ficciones de la época. Probablemente el guionista la haya tomado de Amos de títeres, una novela de Robert Heinlein en la que parásitos venidos de una luna de Saturno invaden el cerebro de los humanos y se apoderan de su voluntad. No solo este concepto esencial de El Eternauta puede rastrearse hasta Heinlein. En un episodio menor de Tropas del Espacio, la ciudad de Buenos Aires es atacada y destruida por una raza de insectos gigantes. Oesterheld era un gran admirador del escritor, a quien solía leer en la revista especializada Más Allá. Considerado el decano de la literatura fantástica norteamericana y uno de los creadores de la ciencia ficción militarizada, Heinlein se definía políticamente como anticomunista y libertario, es decir, alguien que valora más que nada la libertad individual y de las fuerzas del mercado, y sus obras reflejaban esta ideología. Al inspirarse en algunos de sus símbolos, Oesterheld arrastró con ellos su significado. No es nada difícil ver, entonces, a los invasores que obedecen ciegamente una planificación central como el verdadero colectivo que es enfrentado por la iniciativa individual de Salvo, Favalli y algunos otros que se organizan libremente, sin la necesidad de un gobierno que, tras la nevada, ya no existe. Los Cascarudos, los Gurbos, los hombres-robots, controlados a la distancia por un Mano, son torpes y poco eficientes. Aquello que los hace temibles es su número y su fuerza bruta. Sin embargo, pequeños grupos de humanos pueden derrotarlos porque tienen la ventaja de una voluntad propia. La libertad individual triunfa sobre el colectivismo.

Cesar Troncoso es Favalli

La obra de Oesterheld suele ser leída desde la izquierda en otros términos: la invasión es el colonialismo de las potencias centrales, la resistencia de los sobrevivientes es la resistencia peronista tras la proscripción o, incluso, la lucha armada para frenar al capitalismo deshumanizador. Sin embargo, estas lecturas se basan en la historia personal del escritor, quien en los últimos años de su vida hasta su desaparición en 1977, durante la última dictadura militar, integró la organización Montoneros. Su militancia revolucionaria se ve reflejada en su biografía del Che Guevara, en la reescritura que hizo de El Eternauta en 1969 y en la segunda parte de la historieta, escrita tras su pase a la clandestinidad y publicada en 1976. Sin embargo, la primera parte de la historia, creada a fines de los 50, parece más cercana a las ideas del desarrollismo, la teoría económica que postula la industrialización de los países periféricos. De hecho, en varias viñetas puede verse la pintada “Vote Frondizi” y es innegable que Favalli tiene la cara de Rogelio Frigerio, el principal asesor económico del presidente desarrollista. Desde este punto de vista, los protagonistas de la historieta son un reflejo del país frondizista que apuesta a la ciencia y a la tecnología para crecer: Juan Salvo tiene una pequeña fábrica de transformadores, Favalli es un profesor de física y Lucas, un entusiasta de la electrónica. Es decir, si hay un sujeto colectivo representado en El Eternauta es la clase media profesionalizada, emprendedores y pequeños empresarios del sector privado con los que el desarrollismo contaba para industrializar el país. El hecho de que el cómic se centre en un grupo social no quiere decir que el protagonista sea colectivo. Estos son hombres con iniciativa individual y gracias a ella pueden improvisar salidas incluso para problemas impensados como una invasión extraterrestre: con los contenidos de un garaje logran crear un traje aislante para protegerse de la nevada o se las arreglan para reconectar una radio de onda corta y comunicarse con otros sobrevivientes. Como se dijo, son el reverso exacto de la enorme masa sin voluntad propia y dirigida desde lejos, el “aluvión zoológico” de insectos, animales y robots humanos que los atacan.

La serie también preserva a la clase media como sujeto, aunque acusa los golpes de 70 años de degradación. La Argentina representada por Oesterheld ya parece una utopía: ahora hay emigrados de 2001 y empleados con deudas que no pueden pagar un alquiler. Favalli no es un docente de física sino un ingeniero electrónico, de otro modo no podría justificar un chalet de dos plantas en Vicente López y un velero en el Tigre. Los vecinos de zona norte ya no son empleados ferroviarios, como los primeros que vemos morir en la historieta. Uno menciona que se está planeando cercar un área para resguardarla de los habitantes de una villa cercana: incluso en el apocalipsis aspiran a vivir en un barrio cerrado. La idea de que estos personajes integren un colectivo está aun más desdibujada que en el cómic: más bien son un conjunto de individualidades en permanente conflicto. Narrativamente, otra cosa no tendría sentido: ¿para qué tener cuatro o cinco personajes juntos si están siempre de acuerdo y piensan igual? El enfrentamiento entre los protagonistas pasa por escapar a una casa en una isla o quedarse en la ciudad, es decir, salvarse solo o unirse a la resistencia para enfrentar al invasor.

La metáfora de El Eternauta de Oesterheld es un territorio en disputa: ¿habla del colonialismo y la lucha revolucionaria o de la libertad individual frente al colectivismo? Inevitablemente, también lo será esta serie. Acaso sea otra manifestación del eterno drama de la clase media argentina: ante las crisis y gobiernos que arrasan su modo de vida, ¿deciden abandonar, irse o quedarse para intentar recuperar un país normal? Es demasiado pronto para cerrar un sentido: el suceso final de esta primera temporada se ubica en la página 142 de una historieta de 350. No es demasiado pronto, sin embargo, para tener ganas de que ya llegue la segunda.

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